nuezencaboPor Manuel Nuñez Encabo, Catedrático Europeo Jean Monnet de Derecho de Ciudadanía

La comparecencia del presidente del Gobierno en el Congreso y la intervención de los representantes de los partidos no han servido, como era de esperar, para conocer la verdad y las responsabilidades de la grave corrupción política y recuperar la credibilidad y confianza de los ciudadanos en los partidos políticos. Hemos asistido a un espectáculo de confusión de responsabilidades políticas, jurídicas y éticas, sin asumir ninguna.

La vía de la política a través del Parlamento es actualmente imposible que sirva para asumir responsabilidades en un escenario donde los protagonistas no gozan de imparcialidad por primar los intereses partidistas y ser al mismo tiempo jueces y partes, aunque las proporciones de responsabilidad no sean equivalentes en todos ellos. El anuncio ahora para mañana del presidente del Gobierno, “para lo mismo responder mañana” (Lope de Vega), de aprobar nuevas medidas o recuperar las propuestas contra la corrupción aprobadas el 20 de febrero en el debate del Estado de la Nación, carece también de credibilidad para el futuro inmediato. Tampoco la vía a posteriori de la responsabilidad jurídica-judicial será suficiente, ya que la rigidez jurídica-judicial hace muy difícil el encaje de delitos penales como el casoBárcenas, donde además muchos de ellos han prescrito. La consecuencia final es la impunidad jurídica-judicial. Por supuesto que en todo Estado de Derecho el marco jurídico-judicial es imprescindible; sin embargo, hay que ser consciente de las nuevas circunstancias sociales en que se desarrolla la actividad política. En esta nueva situación, los Tribunales de Justicia no pueden abarcar toda la casuística del comportamiento político y, además, la singularidad de su procedimiento conlleva la lentitud indefinida en la resolución de conflictos aunque estén produciendo constantemente alarma social. Esta situación se constata ya por las afirmaciones de los máximos representantes judiciales que llaman la atención de la tardanza de años para concluir procesos judiciales en los que están implicados múltiples imputados por corrupción. Recientemente el fiscal anticorrupción de Baleares se mostró escéptico ante las resoluciones judiciales ya que “el sistema jurídico no está preparado para llevar causas penales complejas habituales en los casos de corrupción”. En este contexto de deterioro del sistema político, se necesitan nuevas normas jurídicas más adecuadas teniendo en cuenta los perfiles actuales de la corrupción política. Se debe comenzar por la aprobación de dos nuevas leyes: una de partidos políticos que garantice la organización transparente y democracia interna y otra de su financiación. Partiendo de la urgencia de estas dos iniciativas legislativas, sin embargo, no se podrá resolver la situación actual por su complejidad sin salir de los esquemas mentales clásicos, aumentando las normas jurídicas como única solución limitada al campo del Derecho, de la misma manera que ocurre en la actual crisis económica de la que no se podrá salir dando a la manivela de los bancos centrales y emitiendo más dinero. En la Sociedad de la Información, el Derecho sigue siendo requisito imprescindible para la democracia, pero no el primero, ya que ninguna ley garantiza comportamientos de buenas prácticas políticas. Es cada vez más frecuente que los afectados por corrupción política o sus abogados aleguen que sus actuaciones han sido legales, pero que podrían no haber sido éticas. Se intenta evitar así la imagen de responsabilidad penal dejando en el limbo las consecuencias de responsabilidad ética. Frente a la única solución jurídica de imposición externa, en relación con el comportamiento de los partidos políticos y sus representantes, la situación actual de emergencia democrática exige complementariamente medidas éticas alternativas asumidas públicamente desde los propios partidos políticos y que a través de una auténtica autorregulación pueden ser, además, de aplicación inmediata. La alternativa ética viene precedida, sin embargo, del desprestigio de los códigos morales de los que se han dotado los partidos políticos, de imposible cumplimiento, al constituirse ellos mismos en la única garantía de vigilancia, siendo al mismo tiempo jueces y partes. Esto ha conducido a la devaluación de la ética política y a confusiones sobre su valor que no son admisibles. Para evitar digresiones teóricas sobre la ética política, es imprescindible enmarcarla, de acuerdo con Max Weber, como ética pública de responsabilidad en la práctica política, lo que debe exigir a los partidos políticos a asumir las consecuencias de sus actos. Por tanto, es inadmisible únicamente la petición de disculpas por parte de los afectados en la corrupción, reduciéndolo todo a meros errores, ya que supondría la autoabsolución, limitando las exigencias a una ética individual y privada, sino que deben aceptar las consecuencias de su responsabilidad como exige la ética pública. Partiendo del consenso de que la actual crisis económica y política tiene sus raíces en el deterioro moral, sin duda la causa de la corrupción política radica en la pérdida y la vulneración de los valores éticos en los comportamientos políticos, comenzando por el primero de ellos, que es la fuente del incumplimiento de los demás y que consiste en subordinar los intereses generales de los ciudadanos a los intereses personales o de cada partido, con el añadido de la mentira de sus compromisos y actividades, lo que lleva a contradicciones de sus funciones, y a convertirse en meros mecanismos para conquistar y conservar el poder de toda la organización del Estado, utilizando para ello el tráfico de influencias para el enriquecimiento ilícito propio y del entorno. Este mal ejemplo es la causa de la contaminación de otros comportamientos similares en diversas instituciones y sectores sociales. Es una nueva situación que se ha agravado ahora, pero que no ha surgido súbitamente sino que ha venido precedida por actitudes que quedan reflejadas en declaraciones como las de un ex ministro de Economía que indicaba que España era el lugar más fácil para ganar dinero y hacerse rico. Son prácticas que a veces no encajan en la tipología jurídica de comportamientos delictivos, pero que vulneran principios éticos indispensables para la convivencia democrática, el primero de los cuales, como ya formuló el jurista romano Celso, es el precepto de honestevivere (vivir éticamente). Como la utilidad de la ética radica únicamente en su cumplimiento, la dificultad estriba en pasar de la teoría a la práctica, para lo que es necesario configurar la auténtica autorregulación política que debe merecer tal denominación si garantiza su independencia y su aplicación. En este sentido tenemos la ventaja de poder seguir los textos del Consejo de Europa, relacionados con el código de buena conducta de los partidos políticos de la denominada Comisión de Venecia. Son principios éticos concretos y aceptados consensuadamente, que marcan la ruta de la autorregulación auténtica, lo que exige tres requisitos: códigos deontológicos elaborados con la participación de representantes sociales, con credibilidad acreditada; comisiones independientes de los partidos políticos, que garanticen su cumplimiento; y publicación de sus resoluciones en los medios de comunicación para conocimiento de los ciudadanos, lo que constituirá una sanción social con las consecuencias públicas para los afectados y los propios partidos. Este compromiso ético de los partidos debe llevar a asumir pública y voluntariamente las resoluciones que pueden llegar a la suspensión o el cese inmediato de los afectados en sus cargos y a su inhabilitación para el futuro en determinados casos graves sin esperar a futuras resoluciones judiciales. Las resoluciones de autorregulación deontológica tienen la ventaja frente a las medidas jurídicas de la rapidez con que pueden ser tomadas con la garantía del rigor, la competencia y la credibilidad de los miembros de las comisiones independientes. PARA INTENTAR la rehabilitación del grave deterioro del sistema político es preciso encontrar nuevas alternativas complementarias, surgidas desde la sociedad. Esta alternativa de autorregulación deontológica sería semejante mutatismutandi a la que se está poniendo en práctica ya en España y Europa en el también campo complejo del periodismo. Los partidos políticos tienen todavía la oportunidad en los dos años que restan de legislatura de recuperar la confianza y credibilidad de los ciudadanos iniciando medidas conjuntas en las tres dimensiones de la política y el derecho con la prioridad ética. Es una tarea distinta pero semejante en dificultad e importancia a la efectuada en la Transición. Es cierto, como indicaba Antonio Machado, que no hay camino político actual, pero se puede hacer camino al andar. Ante el desprestigio de los partidos, y principalmente de sus representantes -aunque sería injusto extender los malos comportamientos a todos, y con la salvedad de la honorabilidad de la gran mayoría de los militantes de base-, hay que reconocer el valor democrático de su trayectoria histórica. Como indica Maurice Duverger, a pesar de su desgaste desde sus orígenes a partir de la Revolución Francesa han servido para la participación directa o indirecta de los ciudadanos en la organización del Estado y de sus instituciones, asegurando al menos un mínimo de libertad “en cada porción del pueblo”. La supervivencia de los partidos políticos dependerá del mantenimiento y reforzamiento de estas funciones, con el añadido obligatorio ahora de su regeneración ética, a través de su compromiso público de autorregulación independiente. Simultáneamente, es imprescindible crear nuevas vías de participación ciudadana y de nuevos interlocutores sociales en la actividad política. Frente al monopolio de los poderes e instituciones del Estado por los partidos, es necesario recuperar las señas originales de identidad del sistema democrático a través de la renovación de los pactos sociales siguiendo a Rousseau, lo que conlleva nuevos derechos y deberes de participación política ciudadana, hasta conquistar el genuino significado de que la ley, de acuerdo con Montesquieu, sea la expresión de la voluntad general de los ciudadanos y no únicamente, como hasta ahora, la de los partidos y sus representantes.

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