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JLeguinaPor Joaquín Leguina 

Si ustedes observan el habla de los españoles en la hora actual llegarán a la conclusión  de que la palabra “decencia” (decens, decentis, en su forma verbal decere, en castellano convenir, estar bien, ser honrado) se usa menos que antes. Parecería que ese término de tan arraigada nobleza se ha tornado obsoleto y que su uso ha pasado del elogio (“es una persona decente”) a la descalificación (“lo de las preferentes de los bancos es una indecencia”). “Aseo, compostura, adorno, recato, honestidad, modestia, dignidad en los actos y en las palabras”. Así describe el diccionario de la RAE la palabra decencia.

 Decente, que según el Diccionario de uso de Manuel Seco equivale a honrado, moralmente bueno, limpio, arreglado pero sin lujo, suficiente (un sueldo decente). Todos esos términos deberían casar bien con la actividad política y con el talante, las formas y el discurso de quienes se dedican al noble arte de llevar en sus manos “la cosa pública”. Sin embargo, si uno lee las encuestas que hoy se publican en España o, simplemente, acude a las redes sociales –verdaderos recipientes del desmadre nacional- se encuentra con una “clase política” vapuleada, denigrada, humillada y ofendida.  En suma, que en el campo de las opiniones acerca de la política y de los políticos hemos vuelto al medieval “juicio de Dios”: “Matadlos a todos, que Dios escogerá a los buenos”. En verdad, la crisis ha sido aprovechada por toda clase de oportunistas y ocurrentes, no sólo para pedir lo imposible sino para exigir a los demás los sacrificios que ese “indignado” jamás estará dispuesto a realizar. Por ejemplo, todo el mundo admite que en las circunstancias actuales es preciso recortar el gasto público, “pero sin que me afecte a mí”. Y si puedo evitarlo secuestrando un servicio público, lo hago, y además lo hago mediante un argumento simplemente cínico: “la huelga la hacemos para que este servicio público no se deteriore”. Así han argumentado los sindicatos convocantes de una próxima huelga en el Metro de Madrid. Es cierto que en lo tocante al “aseo, compostura y adorno correspondientes a cada persona”  (tal y como define la palabra decencia el Casares), los políticos españoles actuales presentan, en media, perfiles mucho más pobres que aquéllos que hicieron la Transición y eso, sin duda, es preocupante, pues describe una pauperización profesional de los políticos hoy en activo frente a sus predecesores. Nadie podrá negar que existe un grave problema en los partidos que tiene su raíz en un sistema perverso de selección de sus élites. Un sistema que se ha mostrado incapaz de promocionar a los mejores, pero, aparte de la mala voluntad, esta perversión tiene una causa previa. En efecto, España carece de una ley que desarrolle y precise dos mandatos constitucionales: el del artículo 6 y el del artículo 103. El artículo 6 de la  Constitución obliga a los partidos a que sus métodos internos de selección sean democráticos. Además, en lo que se refiere a la función pública (y no sólo a los funcionarios), la selección ha de hacerse con arreglo a criterios de “mérito y capacidad” (Artículo 103 de la Constitución). Contradiciendo ese mandato, los partidos se han ocupado de que no existiera ningún desarrollo legal de esos dos artículos. De que no haya una norma que les obligue a cumplir de forma concreta y precisa esa declaración genérica de los artículos 6 y 103. Declaración genérica que es propia de cualquier texto constitucional. Tengo para mí que sin un potente impulso externo jamás se pondrá sobre el tapete ese desarrollo legislativo. Los aparatos de los partidos no sólo reniegan de cualquier norma que les obligue, también reniegan de algunas palabras más. Por ejemplo,  curriculum… y a estas alturas sabemos que un curriculum bien contrastado hubiera evitado más de un escándalo. Usando de esas perversiones, los aparatos partidarios buscan establecer un axioma infumable según el cual “todo el mundo vale para todo”, axioma que permite todo tipo de arbitrariedades a la hora de la promoción política. Otra palabra rechazada por el mando partidario es “responsabilidad”. Quien manda nunca se equivoca y, por lo tanto, sólo responde ante Dios o ante la Historia… y así nos va. Todo ello conduce a poner en las listas electorales al fiel antes que al valioso, o a nombrar ministro al más vistoso y no al más sabio o al más técnico. Como se solía preguntar Rodríguez Ibarra: “¿Qué es un técnico?”. Y él mismo se respondía: “Un técnico es un político que sabe de algo”. La cosa ha llegado a ser tan llamativa que podemos asegurar que hoy vivimos en pleno “cirulismo”. Explicaré ese término. A Cirilo Cánovas lo tenían sus condiscípulos en la Escuela de Ingenieros Agrónomos por torpe, y lo apodaban “Cirulo”. El día que Franco tuvo la ocurrencia de nombrarlo ministro de Agricultura, uno de esos condiscípulos envió a otro un telegrama con el siguiente texto: “Cirulo ministro. Te lo juro por mi madre”. Algo parecido vendrán haciendo condiscípulos de algunos ministros de los últimos años que jamás habrían soñado con llegar a serlo ni por sorteo. Conviene recordar que Cirilo Cánovas al menos era ingeniero agrónomo, lo cual no estaba entonces al alcance de cualquier cabeza. Hoy tenemos en nuestras memorias los nombres de ministros españoles del siglo XXI que no fueron capaces de pasar del primer curso en la Facultad de Derecho. Sea como sea, los partidos, en cuanto a la selección de personal, mezclan dos modelos perversos: el modelo digital, en el cual todo pasa por el dedo del jefe, y el modelo equilibrista, consistente en que algunos lidercillos se dedican a sindicar votos para arrancar torticeramente cuotas de poder interno. Pero no es a esa parte de la “decencia política” a la que quiero dedicar esta charla, sino a una indecencia que lleva un feo nombre: corrupción. A este propósito me permitirán reproducir ante ustedes lo que publiqué en el diario El País el 10-XI-1992, y la fecha es harto significativa. He aquí el artículo, que llevaba el título de una vieja película de René Clair: “Un sombrero de paja de Italia”. »Sergio Moroni tenía 45 años, una esposa y una hija de 16. Era diputado y miembro de la dirección del Partido Socialista Italiano (PSI), había sido secretario general de ese partido en Lombardía. Se pegó un tiro con un fusil ante el temor de ser procesado por el escándalo de las comisiones ilegales en Milán. Antes se habían suicidado dos miembros del PSI y el empresario Mario Majocchi, relacionados con el mismo asunto. Sin embargo, Bettino Craxi ha repetido, desde el día en que estalló el escándalo, que "no existe un problema de honestidad, sino un problema técnico de financiación de los partidos". Nada más falso. La argumentación sólo puede entenderse como un burdo intento de autojustificación, una columna de humo. »Para empezar, nadie se suicida por causa de "un problema técnico". El suicidio se produce porque la persona ya no es capaz de soportarse, y en este caso, independientemente de los mecanismos psicológicos de cada uno de los suicidas, por vergüenza, por la imposibilidad de superar la visión que de sí mismo van a tener los demás. En contra de la opinión interesada de Craxi, se está precisamente ante un problema de honestidad, de decencia. Son suicidios donde han intervenido “la dignidad y el recato” de esas personas, su concepción del propio ser, de su valía social. »Este escándalo milanés estalló al descubrirse que, desde el antiguo partido comunista hasta la Democracia Cristiana, pasando por los demás partidos de arco parlamentario, estaban cobrando comisiones ilegales por las adjudicaciones de obras. Una palabra define estas prácticas: corrupción. Empero lo que hace especialmente grave esta ilegalidad es el constituir un delito de lesa democracia, pues ataca la base misma del sistema. ¿Por qué? 

1.     Porque aquellos que tienen la obligación y el privilegio de hacer las leyes tienen el deber de cumplirlas y de hacerlas cumplir, y si las transgreden atacan directamente la legitimidad y el crédito de todo el sistema político.

2.     Porque quien obtiene financiación ilegal arremete tramposamente contra el principio de igualdad de oportunidades respecto al electorado, utilizando, además, dinero público.

3.      Porque la financiación ilegal, al no figurar en la contabilidad oficial del partido, no puede estar sujeta al control social (tribunales de cuentas, Parlamentos, etcétera) ni al control democrático interno del propio partido que supuestamente se beneficia de tal financiamiento.

»Estos tres argumentos avalan el siguiente aserto: aun siendo reos de corrupción tanto los corruptos (los miembros de los partidos) como los corruptores (las empresas), aquéllos incurren en una responsabilidad cualitativamente distinta y mayor. Se está ante un delito de lesa democracia que no puede dejar indiferentes a los ciudadanos y, en  primer lugar, a quienes honrosa y honradamente son miembros de cualquier partido. La democracia, aunque no principal ni exclusivamente, depende de la democracia interna de las distintas formaciones políticas. Ha de entenderse, de una vez, que la democracia interna de un partido político, cualquiera que sea su posición ideológica, es cuestión que, por afectar al funcionamiento y al crédito del sistema político, atañe al conjunto de la sociedad. »Un dinero ilegal, negro, que no ingresa en la caja A, pública y controlable del partido, ¿adónde va? Evidentemente, a ninguna actividad legal. No paga impuestos y ha de blanquearse. Por lo que se va sabiendo, con estas gabelas se constituyen dos montones. Uno engorda el patrimonio de los mangantes que pululan en torno a este negocio y el segundo montón se dedica a nutrir la caja B del partido correspondiente. Un ingreso incontrolable desde el Tribunal de Cuentas y desde los órganos internos del partido. »Una versión edulcorada sostiene que este último montoncito alivia los abultados gastos electorales. Es una argucia que pretendiendo justificar una ilegalidad (las comisiones) anuncia probablemente otra contra la ley electoral, que limita los gastos de las campañas. »Tampoco se debe desechar la sospecha de que estos gastos destinados pueden ser destinados a cimentar apoyos internos. »La política, de la que el sistema de partidos es base y columna, pasa hoy en Europa por el peor trago desde la guerra mundial, precisamente en un momento en el que los modelos alternativos totalitarios han desaparecido. A quienes no conmueva el mandato moral de la virtud civil, en cuyo código figura en primer lugar la obligación de cumplir las leyes, les tendría que hacer meditar el cúmulo de expresiones con que un nuevo autoritarismo populista aparece por doquier. »Este asunto ni es "un problema técnico", ni es menor, ni es un chaparrón ante el que bastaría esperar la escampada. Se trata de un cáncer que es preciso primero aislar y luego extirpar. Hasta aquí el texto del artículo, que atrajo sobre mi persona toda la maledicencia de la cual suelen estar poblados los partidos. Naturalmente, mi denuncia en cabeza italiana no sirvió para nada… y pocos meses después se desató la furia redentora, tras las elecciones de 1993, que el PSOE ganó contra todo pronóstico. A partir de esa fecha y sobre todo después de la intervención de Banesto, acabaron descubriéndose mil y una trapacerías que habían perpetrado notorios afiliados al PSOE. El proceso escandaloso en torno al PSOE había  comenzado con el caso Juan Guerra -acusado de tráfico de influencias-, continuó con Filesa y acabó con la fuga del Director de la Guardia Civil. Aquella fue una legislatura agobiante, pues ver detenidos al Gobernador del Banco de España codo con codo con el jefe de los guardias (detenido en Bangkok) no son cosas que pueda asimilar un cerebro normal y decente. Han pasado más de veinte años desde que se publicó el artículo que he reproducido ante ustedes y nada parece haber cambiado. En efecto, mañana, tarde y noche los medios de comunicación nos bombardean con la corrupción política y, como ocurrió entonces allí, no aparece sino lateralmente la madre del cordero, es decir, los corruptores, los que ponen el dinero para comprar voluntades políticas. Empresas y empresarios que son citados por sus nombres y apellidos, por ejemplo, en “los papeles de Bárcenas” y nunca son llamados a declarar ni -que se sepa- la Agencia Tributaria les investiga su contabilidad. De la “agenda negra” de Bárcenas se deduce un relato fácil de entender. El tesorero de un partido lleva a la vez la contabilidad oficial, limpia como una patena, y la “oculta”, que es la que ahora ha salido a la luz y en la cual se retratan unas prácticas sucias (ilegales unas, rechazables otras). En efecto –siempre según esos “papeles”- el PP recibía grandes cantidades de dinero de empresas que, probablemente, pagaban así los “beneficios” obtenidos (o por obtener) como consecuencia de decisiones políticas institucionales (concesiones, concursos, recalificaciones, etc., etc.). Con esa masa de dinero negro el tesorero hacía dos montones: el primero servía para gastos vergonzosos o ilegales del Partido, desde sobresueldos a gastos electorales no contabilizables por excesivos. Y el otro montoncito, haciendo bueno el refrán según el cual “quien parte y bien reparte se queda la mejor parte”, se lo embolsaba él mismo, amasando una fortuna cuya prueba son los 38 millones que estaban en Suiza a su nombre..., pero Bárcenas, en lugar de estar ya tras las rejas, se ha ido a un hotel de lujo en Carcassonne para brindar allí con unos amigotes y luego ha volado hasta Canadá para esquiar y nadie se ha maliciado que, a lo peor, lo que está haciendo este canalla es eliminar pruebas o sacar el dinero de algún banco para ponerlo a buen recaudo en algún escondite. Aunque el 25 de febrero el juez le quitó el pasaporte, sigue entenderse que el juez instructor no le reclame a Bárcenas los papeles originales y si Bárcenas se niega a entregarlos le abra un nuevo procedimiento “por obstrucción a la Justicia” y de paso lo envíe a Alcalá-Meco para que allí tenga tiempo de reflexionar sobre lo corta que resulta ser la vida. Frente a esta historia tan verosímil como impresentable, el PP, hasta ahora, sólo ha sabido oponer la negación de la mayor: “Todo es mentira”, han dicho… pero la pregunta del millón –la que el PP no quiere plantear ni plantearse- es bastante sencilla: ¿De dónde ha sacado Bárcenas los 38 millones de euros? Esa es la cuestión principal y lo demás es marear la perdiz y esperar a que la conocida velocidad de la Justicia española se encargue de pudrir la cuestión y que ésta acabe saliendo de la agenda política por aburrimiento del personal. Todo el mundo lo sabe: el caso Gürtel, de donde salió el hilo que escondía el ovillo de Bárcenas, quedará “visto para sentencia” quizá dentro de veinte años… y ustedes que lo vean. Como un cónyuge pillado in fraganti, ante este marrón el PP sólo ha sabido decir: “Cariño, esto no es lo que parece”. Pero si no la certeza, la sombra de la sospecha -lanzada como tienta de calamar por el ex tesorero- seguirá, espesa, rodeando la sede que el PP tiene en la calle Génova de Madrid. A no ser que el Sr. Rajoy elija ponerse una vez “colorao” y no seguir con el color amarillo en el rostro. A falta de un análisis que presente una taxonomía exhaustiva de los casos de corrupción política que se vienen produciendo en España, se puede adelantar que una gran parte de esas “malas prácticas” procede de un sistema que bien puede denominarse toma y daca.  Un intercambio en el cual una persona (física o societaria) entrega dinero (negro) a un político o a un partido a cambio de que éste, como mandamás de una institución pública, le otorgue una concesión, un contrato o cualquier otra gabela. Como es obvio, estos cambalaches entre “cliente” y “servidor del Estado” son posibles porque el “servidor del Estado” tiene capacidad de decisión respecto a quién realiza la obra o el servicio licitados o quién se puede ocupar de la concesión correspondiente. A estas alturas y visto lo visto, podemos afirmar sin riesgo de error que toda la legislación vigente para erradicar esas prácticas –y es mucha esa legislación- (ley de contratos, leyes contra la corrupción, ley de transparencia, etc.) no ha servido absolutamente para nada. En efecto, está comprobado hasta la saciedad el hecho lamentable de que los partidos políticos, que son quienes hacen las leyes, están siempre dispuestos a saltárselas cuando éstas le aprietan-aunque sea levemente- el zapato. ¿De qué zapato hablamos? De los gastos, en verdad exagerados, que los partidos y su inflada estructura burocrática generan. Piensen ustedes que cada vez que un partido realiza un “baño de masas” en un estadio o en una plaza de toros, todo el attrezzo –que es cada vez más grande y más caro- lo están pagando ustedes… y recen para que ese dinero llegue a los partidos vía impuestos, pues si llega “vía Bárcenas”, es decir, a través de regalos de algún benefactor, entonces será peor. Es hora ya de derogar todas las leyes “anticorrupción” y cortar por lo sano aprobando una sola, corta y clara. Veamos: Las decisiones políticas sobre contratación, obras y servicios públicos o concesiones administrativas pasan por tres momentos diferentes: Primero se decide qué hacer, en segundo lugar se decide cómo hacerlo (proyecto) y en tercer lugar se decide quién lo va a hacer (mediante concursos, subastas, designación, etc.). Pues bien, el qué hacer y el cómo hacerlo deben quedar en manos de los políticos, pero se ha de prohibir clara y terminantemente que ningún político pueda intervenir jamás ni directa ni indirectamente en la decisión de quién hace la obra, da el servicio o toma la concesión. El quién ha de quedar en manos de comisiones ad hoc compuestas por funcionarios de carrera. ¿Evitará eso la corrupción? Quizá no, porque siempre que existan seres humanos –y los funcionarios lo son- existirán tentaciones y algunos caerán en ellas, pero la corrupción se alejará de la política porque ya se sabe que quien evita la tentación evita el pecado. Precisamente por ahí hay que cortar este nudo gordiano.